lunes, 8 de septiembre de 2008

Minúscula

Me levanté y me sentía extraña. Me arrastré hasta los pies de la cama y caí al vacío golpeándome contra el suelo helado. La habitación se había convertido en una enorme extensión de terreno desconocido, la cómoda resultaba ser como una enorme montaña hecha de madera y repleta de secretos que no podía alcanzar. Lo primero que pensé fue que seguía dormida, en plena pesadilla y que sólo cabía esperar el pitido del despertador, pero el olor a café recién hecho, la ensordecedora voz de la radio que me anunciaba que eran las seis y veinticuatro de la mañana, la gigantesca mota de polvo que cruzó rodando ante mis ojos, eran presagios de una enorme y terrorifica catástrofe. Me acordé de Kafka y empecé a temblar. El espejo de la habitación me deslumbraba y parecía llamarme con una voz muda, como un pensamiento que retumba igual que un eco y que incluso duele al golpear con las paredes de la cabeza. No quería hacerlo pero una fuerza invisible me arrastraba hacia él. Tenía miedo, miedo de ver en lo que me había convertido. Él ya no estaba, se levantaba antes, preparaba el café, se tomaba su tacita en dos segundos y salía corriendo. A mi me dejaba la cafetera aún humeante en el mármol de la cocina; ese café y un par de páginas de algún libro, conformaban uno de los momentos más placenteros del día. Era mi momento. Al plantarme delante del espejo, supe que nunca más volvería a disfrutar ni de ese momento ni de ningún otro. Lo que vi en ese reflejo nunca nadie lo sabrá, y yo simplemente desaparecería sin dejar rastro, cuando él volviera y, al final, terminara por pisarme

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