lunes, 8 de septiembre de 2008

Blanca

En el interior del edificio, justo en el vestíbulo, hay un rincón bajo las escaleras donde Blanca se deja tocar. Allí arrastra a sus víctimas como una araña hambrienta y les invita a descubrir cada rincón de su cuerpo. Allí, protegida por las sombras, se deja llevar y gime en silencio todo el deseo y el ardor que esconde su tímido semblante. Su piel morena y brillante por el sudor es recorrida por yemas y lenguas de amantes ardientes, y sus oidos escuchan sin rubor alguno, palabras secretas que muchas ni siquiera soñarían llegar a escuchar. Los hombres pierden el sentido por ella, no les importa si les ven o les oyen; recorren el cuerpo de Blanca buscando cada hueco, cada espacio vacío, cada poro por descubrir. A Blanca no le importa el miedo a ser descubierta, al contrario, le excita pensar que cabe esa posibilidad y echa la cabeza hacia atrás mientras unos dientes desconocidos muerden sus pezones. Le gusta sentir el aliento desbocado rozándole el cuello y abre las piernas esperando que su amante la empiece a acariciar. Agarra su mano y la guía por entre sus pechos empapados en sudor y saliva, y la acompaña hasta abajo tocando su vientre hasta perderse en lo desconocido.
A Blanca le gusta que le den la vuelta y agarrada a los barrotes de la escalera deja que le levanten la falda y jueguen con su ropa interior. Le encanta que se la quiten con fuerza y la obliguen a abrirse todavía más y más. A Blanca le gusta moverse al ritmo de su amante, le gusta acelerar y aminorar buscando siempre el punto justo, la cadencia adecuada, mientras sus dedos totalmente mojados le ayudan a conseguir el orgasmo, el final deseado que es como una droga y al que Blanca no puede renunciar.
Al principio era algo esporádico. Conocía a alguien en un bar, un viernes cualquiera, y se lo llevaba a casa. Ahora no pasan del vestíbulo, no necesita saber su nombre ni su edad, ni siquiera le interesa saber como viven ni a qué se dedican. Sólo quiere una cosa de ellos: su ardor y su deseo. Los deja vacíos y los tira a la cuneta. Muchos, al despertar, sólo recuerdan unos ojos color miel, una voz susurrando extraños mensajes y un dolor en el cuello, como de una picadura de insecto.

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