martes, 19 de enero de 2010

Azar

En la mesita, dispuestas, descansaban dieciocho pastillas colocadas en fila, milimétricamente ordenadas a igual distancia una de otra. En la cocina, el olor a café lo impregnaba todo. Oscar, como cada mañana, leía el periódico sentado en un taburete y apoyado en el frío mármol de imitación. Vivía solo y desde hacía ya algún tiempo, mucho tiempo en realidad, la casa se había convertido en un peso que no podía soportar. La soledad, el vacío que llenaba cada una de las habitaciones; la casa parecía caérsele encima, más todavía desde que lo habían echado del trabajo. No era la primera vez, arrastraba ya seis despidos en cuatro años. Según su ex-novia era incapaz de comportarse como las personas normales. Como las personas normales, se repetía Oscar una y otra vez – ¿Qué significa como las personas normales? ¿A caso es normal tener que aguantar a jefes déspotas y analfabetos, andar rodeado de idiotas constantemente? La vida es una mierda – solía decirse ; y escupía sobre el suelo todo su rechazo.

Con la taza humeante en la mano, se dirigió con aire ausente hacia la ventana. Apartó la fina cortina y miró a lo lejos. Al otro lado de la calle, en el edificio que quedaba justo en frente del suyo, una chica dirigía su mirada hacia donde él estaba. En realidad no se estaban mirando, pero a esa distancia bien podría parecer que sí.

Olga hacía ya un buen rato que andaba levantada. Se había duchado, arreglado y vestido para ir a la oficina, como cada mañana, como cada día desde hacía ya más de siete años. Se sentía feliz, le gustaba su trabajo y empezaba a disfrutar de la independencia que su piso le ofrecía. Demasiado tiempo había estado en casa de sus padres, cuando muchos de sus amigos y compañeros de su misma edad, se habían independizado hacía ya bastante tiempo. Así, cada rincón de sus casa le resultaba único y especial. Los recorría despacio, acariciando las paredes con la yema de los dedos, disfrutando a cada paso que daba y sin dejar de sonreír. Antes de salir, miraba siempre por la ventana. Era como un ritual, el momento cumbre de su rato íntimo con la casa, el broche final, la mirada al exterior que reforzaba más su sensación de seguridad dentro de esas cuatro paredes.

Oscar no se dio cuenta de que la chica de enfrente ya no estaba, ni siquiera la había visto. Dio media vuelta con la taza vacía y la dejó en la cocina. Se tumbó en el sofá y se durmió. En su sueño, Olga, una antigua compañera de clase, compartía piso con él. Siempre le había gustado. En el instituto iban siempre juntos, a todas partes, si uno se saltaba alguna clase el otro lo acompañaba sin ni siquiera pensárselo. Se compenetraban muy bien y parecía haber algo especial entre ellos. Nunca se atrevió a contarle lo que sentía por ella, que estaba completamente enamorado. Estaba loco por su risa, por su voz y su manera de andar. Habría dado cualquier cosa por besarla, por abrazarla, pero nunca se atrevió. Un fracaso más en su vida a causa de su carácter débil e inseguro. Ni en un millón de años se hubiese atrevido ni tan sólo a insinuárselo. Los años pasaron, llegó la facultad y poco a poco se fueron distanciando, hasta que dejaron de llamarse y perdieron el contacto por completo.

-Vas a bajar? - El tono malhumorado de una señora con abrigo de piel, despertó a Olga de un estado de ensoñación. Iba de pie en el autobús, no cabía ni una aguja y, agarrada a la fría barra que le quedaba justo encima de la cabeza, se había quedado algo ausente pensando en viejos amigos y en que tal vez ya era hora de montar una cena en casa para celebrar que tenía piso. Pensar en sus amigos la llevó un poquito más lejos, a los años de instituto y a Oscar, su mejor amigo, su alma gemela. Siempre pensó que Oscar estaría presente durante toda su vida, que siempre serían amigos y a veces incluso había imaginado una vida en pareja con él. Sueños de adolescente que nunca se cumplieron, sueños que el paso del tiempo se encargó de borrar a base de distancia y azar.

Son las ocho de la tarde cuando Oscar baja a por tabaco. Pisa la calle y le entran ganas de vomitar, le tiemblan las piernas y cada bocanada de aire le produce náuseas.

En ese momento, Olga baja del bus en la parada que hay delante del estanco. Da la espalda a Oscar justo cuando sale con su paquete de Winston en la mano, cruza la calle y él se arrastra con dificultad hasta su portería. En casa, ella abre la agenda y empieza a hacer llamadas, está muy ilusionada con la idea de la cena y ya está pensando en el menú que va a preparar. Oscar, se sienta en el sofá y enciende un cigarro. Suelta el humo muy despacio, abriendo la boca y dejando escapar nubes blancas que serpentean hacia el techo. Las mira indiferente, quisiera volar y desaparecer como ellas. A las doce y media de la noche, se ha fumado ya el paquete entero y sentado al borde de la cama mira las dieciocho pastillas puestas en fila. A las cinco de la madrugada Olga duerme abrazada a la almohada mientras Oscar descansa sobre su vida entera en forma de vómito.

Salada

Podría llenar botellas enteras, una tras otra, con lagrimas que se derraman sin poderlas parar, sin nada qué hacer para borrarlas; sólo unas pocas mueren en mi boca, colándose entre mis labios. Podría llenar botellas enteras y lanzarlas al mar, sin mensaje, sin ruegos, porque tengo lo que quiero, lo que deseaba y ansiaba...Sin embargo mis mejillas son ahora más saladas que nunca.
Al menos ya no se encharca mi alma, ya no derramo por dentro, ya no me llena el hastío, al menos...

Transparente



Sara andaba como siempre, sola en el patio del colegio, sin amigos, sin necesidad de hablar con nadie; hasta que la voz de Ana, que era la única niña de clase que no le parecia una completa imbécil, le llamó la atención. Corrió hacia ella y cuando llegó lo primero que pudo ver fueron los ojos enrojecidos de Ana y unas pequeñas lágrimas, redonditas como ella, resbalándole mejilla abajo. No pronunció palabra pero con la mirada lo decía todo. Estaba aterrorizada por lo que pudiera pasar y le habían atado las manos a la espalda con una cuerda. Sara no pudo ver nada de todo eso hasta que fue demasiado tarde. De golpe, la atacaron por la espalda; entre dos la sujetaron y le ataron también las manos. No dijo nada, ni una sola palabra salió de su boca. Tampoco lloraba. Lo único que Ana pudo recordar más tarde, fue como su reflejo en los azules ojos de Sara, se iba diluyendo hasta que al final desapareció. Como si se lo tragara un remolino de agua, como un desagüe que acaba absorbiendolo todo y al final no queda nada. Sus ojos, antes azules, eran ahora transparentes.
Los niños reían como autómatas, no había ni rastro de sentimiento en sus carcajadas. Mientras dos las sujetaban por detras, un tercero empezó a quitarles la ropa de cintura para abajo. A Ana le quitaron la pequeña falda tejana y las braguitas, y fue entonces cuando arrancó a llorar. Gritaba para ser más exactos, miraba deseperada a Sara que ya tenia el vestido color granate subido. Ana, que no dejaba de llorar consiguió dejar de gritar; y fue gracias a Sara. No había abierto la boca y lo único que hacía era permanecer quieta, con la mirada fija en algún punto infinito. Con los ojos transparentes murmuraba palabras sin sentido, como un mantra sin fin, un rumor secreto e ininteligible. No pasaron más de cinco minutos hasta que la Srta.Aurora, que era la maestra de las niñas, llegó.
Al día siguiente faltaban tres niños en clase, Ana pensó que los habrían castigado, expulsado tal vez por unos días. Sólo Sara sabía la verdad: habían desaparecido para siempre y nadie pordría encontrarlos, nunca.


Illustración: Benjamin Lacombe