domingo, 23 de noviembre de 2008

Viernes noche...

Me hundo, me sumerjo entre los cojines del sofá con el sabor amargo de la cerveza arañándome la garganta. Busco el calor que me falta, algún ser que me haga compañía y me arranque de cuajo esta sensación de soledad que me invade y, de forma extraña, me aterroriza. Miro por la ventana, atravesando la fina tela de las cortinas y unos ojos me observan. Ojos imaginarios tal vez, ya que parecen estar a kilómetros de distancia y sin embargo los veo con total claridad. Les pregunto por su dueño, por la persona del otro lado, y una especie de halo blanco como el frío, dibuja serpenteante un camino hasta llegar a mi y colarse descarado dentro de mi boca. Me invade una sensación de bienestar que poco a poco se transforma en ardor, en excitación, en el temblor de mis manos buscando a tientas donde agarrarse. Y el ser de los ojos sin nombre, logra recorrer la distancia sin ni siquiera moverse, hasta llegar a mi y llenarme con su alma. Grito, me estremezco, me revuelvo entre los cojines y, finalmente, sonrio.

lunes, 17 de noviembre de 2008

El reflejo

Segura de sí misma, así era ella. No le importaban los comentarios de los demás ni las opiniones que pudieran tener. Quién mejor que ella para conocerse y gustarse. Así pues, la vida le sonreía: un buen trabajo, un bonito piso céntrico y con una enorme terraza, llena de plantas y flores que cuidaba y mimaba hasta la exageración, un gatito persa de color gris al que llamaba “Reflejo” , preciosas instantáneas en blanco y negro que colgaban de las paredes de su piso, fotos en las que ella era la protagonista; y como si de una galería se tratara, sus fotos recorrían el largo pasillo que conducía a su habitación. En ellas, posaba con francas y falsas sonrisas, dependía de quién estuviera mirando por el objetivo; también con posturas provocadoras y sexis. Era muy guapa, lo sabía y eso le había abierto muchas puertas, había aprendido a utilizar su belleza en muchas y variadas ocasiones y se sentía orgullosa de ello. No sólo entraba sin problemas en cualquier local de moda, sin hacer pesadas colas ni pagar un solo céntimo, si no que conseguía mesa en restaurantes abarrotados, entradas exclusivas para estrenos de teatro y, en definitiva, todo aquello que se propusiera y quisiera tener.
Tenía muchos amantes, varios a la vez, y no sentía escrúpulo alguno, nada, ni una vocecita interior que le dijera que eso no estaba bien, que estaba jugando con los sentimientos de otras personas, con los sueños y deseos de aquellos hombres y mujeres a los que destrozaba el corazón. No era una persona mala, pero se amaba tanto a sí misma que no podía ni siquiera imaginar el daño que causaba a su alrededor.
Los años habían convertido su agenda en una lista interminable de hombres y mujeres; algunos amantes, otros simples enlaces o personas a las que acudir para pedir un favor; nunca nada demasiado personal, ella estaba por encima de todas esas cosas. Pero los años pasaban y sin darse cuenta el mundo que la rodeaba también. No era una jovencita y sus antiguos amantes tampoco. Poco a poco los días se hacían más largos, tal vez porque cada vez pasaba más horas sola y el teléfono había dejado de sonar.
Una noche, tumbada en su cama, con las sábanas revueltas y empapadas en sudor, con su cuerpo ardiendo lleno de caminos recorridos por dedos y saliva; se dio cuenta de que nadie más que ella los había dibujado. Estaba sola, sola en su cama vacía, en su casa, preciosa pero, ahora más silenciosa que nunca. Se levantó para ir al baño, encendió la luz y lo único que pudo ver con claridad fue su reflejo en el espejo, pero la mirada que le devolvió ya no pudo reconocerla. El gato pasó entre sus piernas, acariciándole los pies con su suave tacto y a ella, una lagrima le resbaló mejilla abajo.

lunes, 10 de noviembre de 2008

Carcoma

Por las mañanas suelo levantarme pronto, antes de que suene el despertador ya tengo un ojo abierto y estoy pensando en el siguiente paso. Es un ejercicio puramente mecánico ya que la rutina se repite día tras día sin ninguna excepción. Un golpe al despertador, mi pie izquierdo palpando el suelo en busca de la zapatilla y el arrastrar de mi cuerpo hacia el baño. Me resulta todo tan tedioso, no lo soporto. No sé cuánto hace que me siento así, cuánto desde que mi marido se ha convertido en un ser insufrible al que a veces deseo hacer daño de verdad. Miro a mi alrededor y nada me complace, me odio a mi misma pero soy cobarde y no me atrevo a silenciar, de una vez por todas, las voces que me carcomen por dentro y me van desquiciando mordisco a mordisco.

Treinta años atrás, una niña desayuna en silencio en una pequeña cocina muy sencilla y algo oscura. Su madre, con un delantal anudado en la cintura, friega en silencio los platos que su marido, el padrastro de la niña, ha ensuciado durante el desayuno. El hombre, tosco y de pocas palabras, fuma un cigarrillo sin importarle que la ceniza vaya cayendo en el suelo. La pequeña piensa en levantarse y gritarle que haga el favor de ir con cuidado, que su madre no es su criada y que no soporta más su aliento y su cara de amargado; pero no mueve ni un dedo y con la cabeza gacha sigue a cucharadas con sus cereales. El hombre de pocas palabras suele pegarle, lo hace muy a menudo y por cosas sin importancia. Días antes, al volver del colegio, Sara, que así se llama la niña, subía las escaleras como hacía cada tarde, silbando una divertida melodía que había escuchado en la radio y pegando saltitos de escalón en escalón. Fuera de casa se sentía libre para ser feliz, al menos lo intentaba y había dividido su vida en dos mundos completamente distintos. Uno, el de casa, era frío y gris. En él cada paso lo daba con miedo, con terror a ser reprendida. En el otro había sol y música y un montón de cosas por aprender. Así, mientras subía silbando los escalones, no podía imaginar que al llegar a casa, sin motivo aparente, cuando ya estuviera en su cuarto, la puerta se abriría y se cerraría de golpe cuando él hubiera entrado, pidiendo silencio con un dedo en los labios mientras de desabrochaba el cinturón


Cuando al fin salgo de casa y entro en el ascensor intento tranquilizarme. Respiro hondo un par de veces y cierro los ojos para alejarme de los malos pensamientos. Piso la calle y el frío me golpea la cara, me gustan esas pequeñas punzadas en la sien, que los pulmones parezcan congelarse, me ayuda a relajarme. El mundo exterior me resulta cada vez más insoportable, como si a cada paso que doy alguien estuviera dispuesto a ponerme a prueba. Esta situación se ha ido agravando con el paso de los años, cada vez va a más y no entiendo aún como no me he quedado sola y aislada en algún agujero oscuro. Mi marido dice que me quiere, pero intuyo que poco a poco su amor se ha convertido en pena y desazón. No se atreve a dejarme y no sé si al final me veré obligada a hacerlo yo, al menos antes de que acabe definitivamente con él.